El Norte de Castilla
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Cuando se inició el partido aún seguía llegando gente a ocupar sus asientos. Es el habitual goteo de aficionados que acuden apurados al estadio, aunque en esta ocasión más acelerados que de costumbre y en menor número. Aunque el horario se conocía desde hacía semanas, en los últimos días se habían intensificado las críticas en diversos medios de comunicación y redes sociales, que terminaron por desanimar a todos aquellos que estaban dispuestos a hacer un esfuerzo en la sobremesa del día de Reyes.

Las quejas se quisieron proyectar, me imagino, contra las televisiones, contra Javier Tebas o contra la Liga de Fútbol Profesional en su conjunto, pero golpearon en el Real Valladolid que sufrió las consecuencias de jugar acompañado -a juzgar por la encendida protesta de aquellos que veían en el horario del partido un atentado a los más básicos valores familiares- tan solo por un puñado de solitarios desheredados sin padre, madre o perro que les ladre. Qué ironía, el estadio apareció tan vacío que por momentos recordó a aquella temporada en Segunda, cuando a pesar de que los partidos se disputaban a las cinco de la tarde del domingo, Marcos Fernández tuvo que regalar abonos para que el José Zorrilla no pareciera un esqueleto de multitudes. Desconozco qué llevaba entonces a la ciudad a dar la espalda al equipo.

Parte del aficionado y de los medios todavía no se han dado cuenta de que el Real Valladolid se hizo mayor hace tiempo, que abandonó la pubertad de los gloriosos años ochenta y aterrizó de golpe en la edad adulta que supone el deporte profesional y las sociedades anónimas. Que se vio obligado a vender su alma al diablo de las televisiones si quería seguir manteniendo opciones de competir y sobrevivir. No es nada personal, son solo negocios. El negocio de quien trata de hacer rentable un juego que en Segunda División resultaría deficitario y, a veces, ruinoso. De quien financia los fichajes y solventa las deudas.

Hay otro fútbol. Un fútbol aficionado que se aleja de la táctica y huye del dinero, de los focos y del espectáculo. Un fútbol más de la calle, del barrio, del pueblo. Que no reclama un hueco en Primera División como el que apela a sus derechos dinásticos para auparse a un trono, ni tiene necesidad histórica de enfrentarse a los más grandes. Más añejo y más puro, si se quiere. Pero no, resulta que ese otro fútbol tampoco se quiere.